21 ago 2015

Lágrimas invisibles

Todo ser humano llora. Eso dicen, y… en el fondo, no les falta razón. Es de hecho lo primero que hacemos nada más nacer. Llorábamos a menudo cuando éramos pequeños, para tratar de conseguir que nos hicieran caso. También unos años después cuando, jugando en el patio de la escuela, nos caíamos al suelo, quedando éste manchado inmediatamente con la sangre de nuestros codos o rodillas. Llorábamos cuando nos castigaban sin salir a la calle, o cuando bajo ningún concepto queríamos rellenar esos odiosos cuadernillos de vacaciones.

Llorábamos bastante entonces, cuando sólo éramos niños. Pero cuando la gente crece también llora. Ahora es cuando llora de verdad. Lloramos cuando nos dan una sorpresa, o también cuando vemos a aquella persona especial acercarse a nosotros como no lo hizo nunca. Lloramos al reencontrarnos con nuestros familiares y más cercanos amigos. También al perder a nuestros seres queridos. Lloramos cuando nos vamos de casa, cuando tenemos miedo, cuando nos sentimos solos. Lloramos cuando la persona amada nos dice que no. O cuando afrontamos que jamás vamos a ver de nuevo a ese alguien especial. Ahora lloramos desde el corazón, pues éste es quien derrama la primera lágrima.

Mejor dicho: lloráis. Excluyendo, como es obvio, los efímeros sollozos de la niñez, puedo sinceramente afirmar que yo no he llorado nunca. Nunca. Aun habiendo tenido delante ocasiones de lo más variopinto y propicias para ello, bien fuera por alegría o por dolor. Lo único que he hecho ha sido quedarme tal cual estaba, convirtiéndome en una sencilla y redondeada roca. Jamás he sido capaz de hacer ninguna otra cosa.
Tal vez sea por mi forma de ser, pero es desesperanzador saber que, aun con el paso del tiempo, nunca he podido ni podré observar la imagen de una lágrima rodando hacia abajo por alguna de mis mejillas. No sé lo que es llorar, y no llegaré a saber qué es lo que se siente. Pese a poder ofrecer mi hombro para que tú llores si te sientes mal, yo nunca lo voy a hacer en el tuyo. No seré capaz, no me lo tengas en cuenta. Parece que el Universo sepa que siempre seré ese ser gélido incapaz de llorar por tan solo un instante.
Me uno así al degradado club de aquellos que no lloran, pero que sí sienten. De aquellos tachados de insensibles, de los que se dice que ni se emocionan ni se inmutan con una desgracia y que, por el contrario, pueden experimentar la misma alegría o dolor momentáneo que cualquier otro. Todo ello aderezado con esa vana y a la vez honda conmoción que me hace verme en ocasiones como un ser extraño, que me hace darme cuenta de este frío. Para algunos puede ser desgarrador, y es difícil imaginárselo desde fuera. “¿Por qué estoy así ahora, tan rígido?” Me pregunto. Bien sea en reencuentros, despedidas o fallecimientos.
Sí, inmóvil.
Además, siempre acaba por aparecer ese maldito nudo en la garganta con una canción, al recordar cierto momento o al pensar en ella una vez más y fijarme en cuán lejos estamos. Pero no puedes hacer nada. Se queda ahí y te contamina. Pobre de ti si no eres capaz de soportarlo.
Tal vez sirva de consuelo el saber que ninguna lágrima será capaz de perturbarme, pero en más de una ocasión las he anhelado. Aunque sea un clamor inaudible, me gustaría poder llorar alguna vez en mi vida, poder exhalar un sentimiento de esa forma, dejando entonces de maltratar a mi hígado engullendo tanto veneno emocional. Y es que, aunque lo eliminemos, siempre acaba dejando su azulada huella.

Me gustaría llorar de felicidad al abrazarte cuando te vuelva a ver, o esbozar una mirada compungida cuando marche a estudiar a cientos de kilómetros de aquí. Aunque solo fuese por curiosidad. Pero no lo haré, pues además de no poder llorar, pienso tender puentes sobre los barrancos. 
Pienso que tú, si lloras, podrías sentirte afortunad@. Como ves, a veces es más doloroso no hacerlo. En cualquier caso, espero que la mayor parte de las veces sean lágrimas de felicidad. Y espero que, si no lo son, sean lo más breves posible, pudiendo ver los motivos por los que enderezarte de nuevo y continuar, los cuales, innegablemente, siempre están ahí.

Es descarnado. Es un alivio. Pero admito que yo no lloro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario