20 mar 2016

El pescador

No fue capaz de quedarse en el albergue durante su primera noche en aquella encantadora cuidad del norte. No era demasiado grande, pero la afluencia de turistas era considerable. Así, como un turista más, aquel viajero decidió adentrarse en la ajetreada vida nocturna que el municipio acostumbraba a tener en la época estival. Sin embargo, él nunca soportó las aglomeraciones, de modo que huyó de carteles de "Bar" o de iglesias debidamente iluminadas para acercarse a la zona portuaria. El dueño del albergue le había hablado muy bien de ese lugar, y el viajero siempre se volvía algo más crédulo cuando dejaba en casa el papel de anfitrión para lanzarse a la aventura. Lo desconocido a veces nos lleva a interpretar toda palabra ajena como un consejo útil. La del dueño del albergue lo era. Por fortuna, siempre elegía a los residentes más amables durante sus andanzas.

El olor a sal y el sonido de un mar ligeramente nervioso volaban alrededor del viajero una vez que había llegado al puerto. Tras haber sobrevivido al agobio provocado por decenas de calles repletas de tabernas y gente hambrienta, la paz de aquel lugar creaba un contraste que alivió por completo su mente y sus sentidos. Encaramado a la valla del borde de un muelle, el viajero miraba hacia el otro
lado de la bahía. El escrutinio del paisaje trasnochador le llevó a dirigir la vista hacia la última de las plataformas erguidas sobre el mar, pues le llamó la atención la silueta de lo que parecía una figura humana. Más bien, de un hombre y de su caña de pescar. Estaba muy quieto, sentado en algo similar a un taburete plegable, y bien abrigado. No mostraba un ápice de intención de manipular sus instrumentos de captura, cualquiera con poco ojo podría haberlo confundido con una estatua.

Algo impulsó al viajero a dirigirse a hablar con él. Desde hace años, sabía que hablar con los locales era una de las mejores formas de conocer a fondo cada lugar, y ello hizo que su curiosidad fuera incesante allá donde se desplazara. De ese modo, se dispuso a poner sus pies sobre las envejecidas tablas de madera de la plataforma más larga del puerto.  El chasquido de las traviesas alertó al pescador de su presencia, haciéndole inmediatamente volver la cabeza. Estaba envejecido, pero su semblante parecía transmitir una energía inagotable.

- Oh... Disculpe que le moleste - dijo el viajero.
- ¿Qué necesitas, hijo?

La amabilidad en la voz del pescador resultaba desconcertante, pues aparentaba ser un hombre frío y certero.

- Veo que es aficionado a la pesca, y me ha llamado la atención encontrarle tan solo en este lugar de la ciudad. Simplemente quería charlar...
- ¡Vaya! Es la primera vez que alguien me hace una pregunta como esa, ¿sabes? - rió -. Pues sí, me encanta pescar. Llevo viniendo a este lugar cada domingo desde hace ya veintitantos años.
- ¿Tantos? Entonces este debe ser un buen lugar de captura, ¿no?
- No, la verdad es que no. Creo que mi último pez apareció hará cosa de un mes y medio. Pero no me quejo, era bastante grande - el pescador soltó otra despreocupada risotada-.

El viajero, se quedó desconcertado, perplejo. "Quién en su sano juicio iba a ser capaz de venir cada semana solo, a pescar allí donde no se pesca nada?", pensaba.

- ¿Entonces por qué está usted aquí si no pican los peces? ¿Qué le mueve a venir a este lugar para pasar largas horas a merced del frío si no logra llevarse ninguna captura?

El pescador entonces respiró hondo, giró su cuerpo por completo hacia su interlocutor y contestó:

- La captura es lo de menos, amigo mío. De hecho, no me importa en absoluto. La razón por la que vengo aquí todas las noches enriquece mi espíritu más de lo que lo haría cualquier pez con mi estómago. Mira hacia ese poste de ahí - el pescador señaló con el dedo -. Todas las noches un pájaro muy simpático se posa en el madero y empieza a cantar. No sé qué animal es, ni qué está pretendiendo, pero es ya como un amigo para mí, y su canto como música para mis oídos. Mira ahora hacia arriba. Las estrellas se extienden sobre nosotros dos como el océano que tenemos debajo, infinitas y brillantes, y podemos disfrutar de ellas durante horas. Ahora baja la cabeza y observa a tu alrededor, ahí está mi mayor aliciente cada fin de semana.

Frente a los dos hombres se extendía, imponente, toda la bahía de la ciudad. Había decenas, cientos de luces de colores que parecían las mismas estrellas que acababan de observar; la misma Vía Láctea siendo mecida por el Mar Cantábrico. El viajero jamás imaginó que las luces de una ciudad por la noche pudieran generar una estampa tan atractiva. El pescador advirtió de inmediato el brillo de sus ojos, y entonces dijo:

- Esa misma sensación tuve yo hace veintitantos años la primera vez que vine aquí, cuando todavía ni siquiera sabía pescar. Y es lo que me ha enganchado a volver semana tras semana, llueva o nieve. Desde este lugar, tengo la oportunidad de contemplar esta maravillosa vista, de oír el mar, el pájaro, mirar el cielo... Puedo pensar, relajarme, idear historias o simplemente dejar la mente en blanco y tratar de contar las luces que tengo delante. Tanto tiempo como yo quiera. ¿A quién le importa no pescar nada cuando, en cambio, puedo disfrutar de algo como esto? No tiene sentido plantearse una meta si no observas el paisaje que te rodea durante el camino.

Alberto García Aznar ♪

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