En cualquier caso, salí a pasear.
Estaba oscuro, tanto como para no poder ver ni por dónde
discurrían mis pasos. En ocasiones sentía las plantas de mis pies como andando
por encima de unas brasas incandescentes. En otras, como si caminase por encima
del agua como hacen los magos de hoy en día. Pero no quería encender la luz. Me
sentía bien. No quería arruinarlo con la triste bombilla del flash de mi
teléfono.
Había mucha calma. La noche estaba dormida, aunque roncaba de vez en cuando para el deleite de los amantes de lo rocambolesco. De repente, escuché tu voz helada tras de mí. Llegaba rauda,
incontrolable, como si un dulce escalofrío me estuviera recorriendo la espalda.
Qué curioso, se parecía al que conseguían generar en ella tus finos dedos índice y
corazón. Sentí miedo, porque sabía que estaba solo, y darme la vuelta sería una
tontería, dada la nula visibilidad de aquella cerrada noche de mayo. Realmente
estaba a merced de todo lo que hubiera a mi alrededor. Era una vulnerabilidad
absoluta, como si fuese en ese momento el más débil de los seres, aunque estaba
disfrutando de ello, nunca me había sentido de esa forma.
Los monstruos del bosque me miraban tras los arbustos, lo
sé. Acechando con sus lagrimosos ojos, esperando la más leve oportunidad para
salir y hacer Dios sabe qué. Los árboles me observaban también. Cada uno de ellos me susurraba algo
distinto al pasar a su lado, aunque ya no recuerdo sus mensajes. Sólo sé que
aquellos arces, hayas, abedules y demás convecinos no decían más que cosas
bonitas. Y mientras ellos hablaban, lirios y azucenas dormían sonrientes,
parecía que me estaban recordando que debía volver a casa, echarme a dormir y
dejar de delirar entre aquella plácida cordura. Pero seguí adelante.
Bellísimas eran las notas musicales que comenzaron a sonar
desde todas las direcciones. Su sonido difuminaba el de mis pasos y parecía
como si me hubiera convertido en un flotante espíritu. Era un sentimiento maravilloso. Tantos sonidos al mismo tiempo que parecían fundirse en uno solo haciendo de la noche la más bonita orquesta sin sentido jamás escuchada. Pude discernir, entre
muchos, el timbre de una flauta oriental, una guitarra suavemente punteada, un
tétrico contrabajo o el animoso chasquido de las semillas en el interior de dos
maracas. Pero me resultó imposible hallar su origen, tampoco me paré a buscarlo.
Al momento, aquellos aleatorios sonidos se ordenaron y se convirtieron en canciones, algunas de
ellas desconocidas, pero resultó que había otras que formaban parte de mis
favoritas. Quienes tocasen esos sonidos parecían conocer mis gustos al dedillo,
qué coincidencia. O quizá no. Tal vez mi mente los interpretaba como tal. ¿Me estaría volviendo loco? Qué más da. A lo mejor, y eso que yo solo había salido de paseo...
Pasaron ya bastantes minutos. No sé cuántos. No llevaba
reloj y mi concepción del tiempo se había quedado atrofiada. Empecé a notar cómo
se descomponía cada uno de mis huesos al penetrar en aquella corrosiva
niebla que había aparecido sin avisar. Era tan densa que incluso sentía el tacto esponjoso del
algodón de azúcar en el interior de aquella nube con los pies en la tierra.
Parecía demasiado bonito para lo que vino después. Apenas unos metros de llano
camino se convirtieron en casi un viaje en montaña rusa que no se asemejaba para
nada a un parque de atracciones. Y es que aquella niebla poderosa la tomó
conmigo. Sus gotas de agua se convirtieron en agujas impregnadas de veneno.
Todas venían a por mí, pero no me hacían daño. Qué alivio, y a la vez qué
horrible. Noté sacudidas, tremendos golpes, certeros al estómago que inexplicablemente
no me producían daño alguno. Y qué mareo. ¿Me había suspendido aquella nube
cabeza abajo? No me dio tiempo a comprobarlo, parece que se pasó, menos mal. El estado
shock en mí era innegable. Yo ya no pensaba, para qué. Sólo podía sentir. Casi era lo mejor, en esos instantes tan esotéricos. Y lo
primero que sentí fue alivio, al ver que el camino volvía a ser llano, recto
y sin obstáculos. Aunque eso hubiera sido demasiado pedir.
Sí, era mayo. Y yo temblaba. Como si un hechizo demoníaco me
provocara convulsiones en cada músculo. del cuerpo Pero no hacía frío. Pudo parecerse al
temblor de la primera vez que me diste la mano. Pero sin río, sin parque y
sin farola. Tampoco sin ti, solo con la noche, así que no pudo ser eso, aunque su silencio y el tuyo fuesen semejantes a veces. El
miedo parecía estar sustituyendo a mis glóbulos rojos, porque fluía por mis
arterias casi más que mi propia sangre, y yo ya había dejado de sentirme seguro en aquella situación. Volví a
escuchar cadavéricos sonidos, de animales, chasquidos de hojas y ramas, notas sueltas y el fluir de un
riachuelo de sangre con origen en una herida desconocida. Aquellos sí los recuerdo,
porque ya me encontraba alerta, hiperventilando, temiendo por mi vida y
deseando volver corriendo. Pero sin dar un paso atrás, no sé por qué razón.
No me había tropezado en ningún momento en mis
andares, y tal vez por el pavor que sentía comencé a dar tumbos como uno de
tantos ebrios que salen de una discoteca tras una fiesta de fin de curso. Podría decir
que mi mente retrocedió en el tiempo, puesto que volvía a sentir el miedo a la
oscuridad , el mismo que había perdido ya al salir de la niñez. Me di cuenta de que era
aterrador, más de lo que de niño yo pensaba, y se manifestaba incluso como algo tangible en los soplidos del
viento temeroso que se colaba por mi camiseta. Extendí las manos, porque ya no
me fiaba de mis pasos en aquel invisible mundo. No tocaba nada, lógico. Bueno,
sí. Aquella mano. Cómo me agarró, aún lo siento. Su tacto era fino, terso y
agradable. Sólo me sujetó la mano derecha y me acompañó unos metros, cariñosamente, como si me quisiera llevar a un lugar secreto. Sin ningún
tirón propio de película de miedo, aunque la inoportuna sorpresa fue casi lo que yo
más temí. Menos mal que, sin dejar rastro, se marchó. No se había presentado,
qué maleducada. Una oscura máscara de crepúsculo delataba tanto su miedo como el mío.
Aquella experiencia tragicómica estaba volviéndose demasiado
grotesca para mi gusto. ¿Dónde estaba ahora? ¿Era el infierno, el cielo, o tal
vez solo el camino cercano a mi casa? No lo llegué a saber ni cuando la luz de
una esperanzada aurora se encendió sobre mi cabeza. Pero qué importaba,
aquellos colores eran preciosos. Afortunadamente, me tranquilicé un poco. La
noche se iluminaba ahora, se encendieron miles de lámparas en el cielo, por todas partes, hasta
tener la sensación de estar caminando sobre esa cúpula estrellada. La paz
volvía a reinar en entre la convulsión de aquel sendero. Todavía era una paz
tensa, pero gracias a las nubes pocas nubes que había ahí arriba me relajaba. Gracias a la luz
Luna las podía ver, aunque he de admitir que ella acabó adueñándose de toda mi
atención. Sorprendentemente, los bordes de aquel camino se iluminaron con una
infinita hilera de voluminosas velas a cada lado. Parecían querer sumarse
también al espectáculo de luces y colores del cielo. De hecho, podía incluso
sentir su calor acariciándome el cuello. Cualquiera habría pensado que aquello
era algo satánico de lo que huir, aunque a yo me sentí contento. Quizá sea
porque siempre me ha gustado el fuego, pero las disfruté muy poco tiempo, pues
como todo en esta vida, terminaron por apagarse. Nada dura por siempre, ni
siquiera en aquella noche irracional.
Algo me decía que estaba llegando al final de mi viaje. Por
tanto, me armé de valor y de confianza, y caminé con decisión. Pisando fuerte,
como si quisiese resquebrajar el suelo que me sostenía. Posiblemente hice
ruido, pues los monstruos se despertaron. Y las voces, y las nieblas, y los
fantasmas. Se despertaron las llamas, los sonidos, los vientos y el frío. Todos
a la vez, con un rugido ensordecedor. Estoy convencido de que jamás
viviré una experiencia tan desconcertante. Estaba horrorizado, deseoso de que parase aquella tortura
de sensaciones. Grité, desgarrado, pidiendo clemencia. Y, curiosamente, dicho y
hecho. Vuelta a la calma y a la oscuridad, que nadie me pregunte cómo. Todo había
acabado, y de ahí a un rato ya no escuché nada, ni vi nada, ni noté nada
extraño. Qué alivio, aunque a esas alturas algo un poco raro. Aquella
incoherencia tan vital era lo que mantenía activo mi deseo suicida de seguir
descubriendo ese lugar. Y es que algo me decía que ya no estaba cerca de casa.
Aunque bueno, creo que ya parecía algo evidente. Pero ahora que había terminado todo, ¿Qué me esperaba?
Cada paso parecía ahora hacerme avanzar más, sin saber hacia
dónde, llevándome a mi destino. Y así fue. Llegué. ¿Adónde? Ni idea. Pero lo
supe, puesto que aquel camino ya no generaba absolutamente nada como lo anterior. Habían cesado
los espejismos en la oscuridad que, o tenebrosos o incluso divertidos, estaban
dándole emoción a este viaje. Ya no quedaba nada. Ninguna sensación, silencio, como si
hubiese salido de aquel bello trance para dar paso a la situación más vacía y
externa a él. Para dar paso a aquella plácida muerte sosegada.